Nadando con las pastinacas de Moorea
Tras ver en acción las mandíbulas de los tiburones puntas negras, Bruno puso rumbo a un segundo «feeding spot» con un fondo de arena blanca sobre el que las aguas toman un tono turquesa paradisíaco, esta vez a una profundidad de poco más de un metro. En pocos segundos aparecen siguiendo la estela del bote una docena de pastinacas (Sting Ray). La mayor puede que llegará al metro de diámetro.
Antes de bajar al agua, instrucciones de seguridad: podemos tocar las rayas (vamos a llamarles así, pero no las confundamos con las manta raya, que ya me hubiera gustado poder ver a estos grandes animales), pero el contacto ha de ser siempre en su parte superior, nunca por debajo (por que ahí está la boca del bicho) ni agarrando la cola (donde tienen un aguijón que podría darnos un buen susto).
Las rayas se muestran confiadas, curiosas, y se dejan hacer. Su tanto es suave, como de goma, siendo más rugosa la piel cercana a los bordes de sus alas. A Patricia le pareció que era como tocar setas shitake recién sacadas del frasco de conserva.
Nos quedamos un buen rato jugando con las rayas. Bruno me pasó un trozo de pescado y, manteniéndolo en el puño, las pastinacas te siguen. Se te suben casi, alguna hasta te daba empujoncitos. El olor a comida…
Las pastinacas no tienen dientes, pero si una gran capacidad de succión, que les permite por ejemplo comer moluscos. Las había visto en una memorable inmersión nocturna en La Restinga (Hierro, Islas Canarias) pero no llegué a poder tocarlas allí.
Tras el baño con las rayas, nos llevan a un «motu«, un pequeño islote, donde pasamos el resto de la tarde. Se nos sirve una humilde pero más que suficiente barbacoa en una playa poco profunda, donde también aparecen pastinacas.
A ojo desnudo, entre las rocas de coral dispersas en la playa, peces de las mismas familias descritas en la playa del hotel que te hacen sentir como en una pecera tropical.
En el viaje de vuelta, el barco avanza con viento en contra, lo que provoca que nos mojemos bastante. Al principio es divertido, pero luego echamos mano de las toallas. Cuando llegamos al hotel, tenemos tiempo de tomar una ducha antes de que nos recojan para ir al aeropuerto. El ratito de espera nos da para enviar postales (claro que sí, en los tiempos del sms y del e-mail, recibir postales con sello hace ilusión).
Enseguida llegamos a Papeete, y antes de acostarnos pronto (nos recogían a las 3:30 de la madrugada: conducía una chica brasileña que se mosqueó considerablemente por el retraso de otros turistas, y nos llevó finalmente dejándolos a ellos en tierra), volvemos a cenar en el japonés del hotel, donde el maestro del teppanyaki nos hace pasar un buen y muy nutritivo rato…
Poco después, pondríamos rumbo a Nueva Zelanda para continuar con nuestra Vuelta al Mundo…